13/06/2020: 183 aniversario de su fallecimiento.

Hace muchos años, después de una feria del libro de Frankfurt, fui a Recanati con un amigo, cuyo padre había nacido en esa ciudad de la costa del Adriático. Mi curiosidad se limitaba a conocer la zona, a sus delicias gastronómicas, y a ver la casa donde había nacido Beniamino Gigli, el tenor cuya voz me deslumbraba. Pero me enteré de que también era el lugar donde había nacido y vivido Giacomo Leopardi, y pasé a visitar su palacio. La emoción que sentí al recorrer el agobiante lugar fue la misma que sentí cuando empecé a leer su poesía, que descubrí en la juventud. Siempre me pasa cuando puedo estar cerca de las cosas de los que admiro: la casa de Beethoven en Bonn, la de Mozart en Salzburgo, la cueva donde vivió Mao Zedong durante la larga marcha en Yunnan, la casa del primer diputado socialista de América, Alfredo Palacios.

Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi nació el 29 de junio de 1798 en la ciudad de Recanati, provincia de Macerata, en la región de Las Marcas, junto al Adriático. Hijo de un conde de larga y rancia estirpe y de una marquesa, los títulos y pergaminos no eran equivalentes a riquezas. El padre, un hombre cálido y culto, dilapidó su fortuna en especulaciones financieras, pero en cambio supo cuidar y ampliar la gran biblioteca que fueron acumulando los antepasados ilustres y más cuidadosos con el dinero. La madre, en cambio, era una mujer incapaz no sólo de dar amor sino de mostrar siquiera afecto o compasión. Y a eso se suma que tenía un concepto tan patológico de la religión que, cuando alguno de sus hijos moría o enfermaba, se alegraba porque decía que iba a ir al cielo con Jesús. Según dicen los biógrafos de Leopardi, era una mujer hermosa, de “ojos de color zafiro” que, sin embargo, era fría como un congelador. En realidad Leopardi no tuvo madre. Su padre hizo de padre y de madre, con una ternura inmensa y absorbente. Absorbente porque era tal el amor que el padre sentía por aquel hijo que no quería separarse de él, y no le permitía irse de casa, con la excusa de la debilidad física del niño. Giacomo vivió entonces recluido en la enorme casa paterna, encerrado en la enorme biblioteca repleta de clásicos griegos y latinos y de moralistas franceses. Con solo 13 años de edad, Giacomo Leopardi comenzó a escribir tragedias teatrales y poemas, un tratado de historia de la astronomía, y a traducir poemas y ensayos de filosofía, historia o ciencias naturales de alguna de las siete lenguas que dominaba a la perfección. Desde pequeño, había sufrido por una tuberculosis ósea, que le produjo una joroba en la espalda y una en el pecho y le impidió un crecimiento normal, tenía problemas respiratorios y cardíacos y fue perdiendo progresivamente la vista. Leopardi creció en ese ambiente sofocante, con la biblioteca de 20.000 volúmenes como gran vía de escape. Leía incansablemente, de rodillas, junto a una linterna o una vela. Tiempo después, Leopardi atribuyó muchos de sus padecimientos a las muchas horas de lectura de rodillas que había pasado en la biblioteca paterna. Su erudición le permitió más adelante dar clases particulares, al mismo tiempo que traducía la Ilíada de Homero y la Eneida de Virgilio. Como consecuencia de su deformación física, naturalmente se enamoró de varias mujeres con las que nunca pudo tener una relación, más allá de una relación romántica. Angustiado por la opresión paterna huyó varias veces de la casa de Recanati hacia Roma, luego a Milán, a Nápoles y a Bolonia, pero siempre regresó a la casa, enfermo y miserable. Su última escapada fue en 1833, a Nápoles, donde murió en 1837. Sus amigos más íntimos lograron salvarlo de la fosa común, pagando una sepultura y una lápida. Tenía 39 años.

Leopardi fue, sin duda, el mayor poeta romántico italiano del siglo XIX. Su poesía refleja la angustia y la protesta del hombre ante un mundo que es sordo y amenazador, como aparece en su poema más famoso, El infinito, y también en Asi mismo. El contacto directo con los grandes escritores con los que tuvo una correspondencia o conocía de fama, lo decepcionaron profundamente, convenciéndolo aún más de la mezquindad de los hombres, la superficialidad de las mujeres y la vanidad de toda empresa vital. Sin embargo, eliminando el anhelo de amor, de gloria, de felicidad, que, como el bien sabía, ese anhelo está destinado a la frustración, generándole un sufrimiento desgarrador. Paradójicamente, es el retorno periódico a la casa paterna y al reducido paisaje de Las Marcas, al lugar de sus primeras esperanzas, el que lo inspiraba para escribir sus mejores poemas.

La conciencia de su infelicidad personal y el pesimismo con que contempla su propia vida, se transformaba en una desolada visión del género humano. Esa amarga filosofía, como en Schopenauer o Nietzche, culminaba con el reconocimiento de que todos los seres humanos comparten un común destino de sufrimiento. Como consecuencia de ello, el supremo bien es la muerte, y las únicas dichas, las ilusiones.

En 1833, cuando Leopardi se trasladó definitivamente a Nápoles, creó sus últimos poemas: dos canciones meditativas sobre la muerte, y el que los críticos literario señalan como su mejor poema, La retama o la flor del desierto, que fue traducido por Miguel de Unamuno al castellano, en el que deja, casi como un testamento, la exhortación a la solidaridad como único remedio contra la naturaleza, madrastra que desprecia el dolor de sus hijos.

Su diario, o cuadernos de notas, llamados Zibaldone de pensamientos, es un conjunto de apuntes personales sobre todo tipo de materias, donde desarrolló su sistema de pensamiento, y que servirían de base para su propia faceta poética, fue publicado de manera póstuma, en 1898.

Para el que quiera leer los Cantos, puede leer esta traducción: https://es.wikisource.org/wiki/Cantos_de_Leopardi

Si se quiere escuchar la lectura de Vittorio Gassman en italiano del poema L’Infinitohttps, puede hacerlo en https:www.dailymotion.com/video/x348gt8

GIACOMO LEOPARDI
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