28 de noviembre de 2020: 139 aniversario de su nacimiento.
Hace poco tiempo, la conocida crítica literaria argentina Beatriz Sarlo confesó que: “fui una niña muy presumida. Había decidido que cuando me llegara mi tiempo, no leería a los autores cuyos libros circulaban entre mi madre y mis tías… En aquella década del cincuenta (la novela) Veinticuatro horas en la vida de una mujer de Stefan Zweig, era un long seller desde los años veinte… (pero) todo llega en esta vida, incluso la reparación de actos de pedantería: los buenos autores los soportan con una paciencia póstuma que les permite el ejercicio, también póstumo, de la venganza” (El País, Madrid, 8 de febrero de 2020). Por razones distintas, quizás, a mí también me pasó que algunos libros de Zweig estaban entre los libros preferidos de mi mamá. Los dejé de lado, y solamente los reencontré mucho tiempo después, cuando llegué a la madurez necesaria para evitar la pedantería. Y me alegro por ello. En los últimos años hay un resurgimiento del interés por leer las obras de Stefan Zweig. Solamente en lengua castellana se editaron o reeditaron entre 2014 y 2018 cuarenta de sus libros. Y media docena más en 2019. Pero habrá que esperar hasta 2023 para que los derechos de autor de sus obras pasen al dominio público y vuelva a estar al alcance del público la totalidad de su obra.
Stefan Zweig nació en Viena, capital del entonces imperio de Austria-Hungría, el 28 de noviembre de 1881. Era el hijo de una familia judía acomodada, con poco que ver con la religión (“mi madre y mi padre eran judíos solo por un accidente de nacimiento”). Su padre fue un rico industrial textil y su madre una culta mujer nacida en Ancona, Italia, hija de una familia de banqueros. Fue un brillante estudiante de filosofía de la Universidad de Viena, aunque la vida universitaria no le atraía demasiado. Cuando se doctoró estaba más interesado en el arte y la literatura que en la filosofía. Sus primeros poemas fueron publicados en 1901. En su primera novela, publicada en 1904, se puede apreciar lo que sería una constante en su producción narrativa: la construcción psicológica de sus personajes junto con una brillante y cuidadosa técnica narrativa. En 1913 se estableció en la ciudad de Salzburgo, donde viviría casi veinte años. Cuando estalló la guerra de 1914, Zweig participó de la ola nacionalista y pidió su incorporación al ejército austríaco, aliado de Alemania. “Había manifestaciones por las calles, banderas, cintas y música sonando por doquier, jóvenes reclutas desfilando con paso triunfal, los rostros iluminados por la alegría”… era algo “majestuoso, fascinante e incluso seductor” (citado en Descenso a los infiernos, Ian Kershaw, Ed. Crítica, Barcelona 2016). En aquellos días, italianos, franceses, alemanes o austríacos, enceguecidos por sus pequeños nacionalismos, creían en agosto de 1914 que “estarían de nuevo en sus casas cuando caigan las hojas de los árboles”. Nadie advirtió que el sueño de Europa se hundiría en un abismo. Como dijo el escritor israelí Amos Oz, “los únicos que se consideraban europeos eran los judíos, intelectuales y cosmopolitas… una historia de amor no correspondida”.
Por sus condiciones físicas, Zweig fue declarado no apto, aunque sirvió como empleado de la Oficina de Guerra. Pronto, los horrores de la guerra y la influencia que ejerció sobre él la prédica antibelicista de Romain Rolland, lo convirtieron un un convencido pacifista, posición que sostendría durante el resto de su vida. Fue en este proceso que escribió su obra teatral Jeremías, inspirada en el relato bíblico del profeta que predicó la paz. Como el contenido de la obra era contrario al conflicto que se vivía en Europa, su representación fue prohibida, y solamente pudo estrenarse en Suiza. Se radicó entonces en este país, donde trabajó como corresponsal de un diario vienés y en alguna publicación húngara. Terminada la guerra regresó a Salzburgo, y en 1920 se casó con Friderike Maria von Winternitz. En su libro Momentos estelares de la humanidad, publicado en 1927, relató en forma novelada aspectos de personajes y hechos que van desde el asesinato del senador de la república romana Cicerón, advirtiendo sobre el ascenso del nazismo en Alemania, hasta el origen del himno francés La Marsellesa, el fracaso del presidente estadounidense Woodrow Wilson en sus propuestas de paz o el viaje del revolucionario ruso Vladimir Lenin en un tren sellado a través de Alemania con el objetivo de desestabilizar al gobierno ruso y obligarlo a firmar un acuerdo de paz por separado. Los Momentos estelares de la humanidad fueron un éxito editorial, vendiéndose más de 250.000 ejemplares en poco tiempo.
Zweig fue un apasionado viajero, recorriendo gran número de países en los que recogía material para sus libros biográficos, que pronto lo convirtieron en uno de los más exitosos escritores de la época. Invitado por Máximo Gorki en 1928 cuando se conmemoró el centenario de Tolstói, viajó a la Unión Soviética donde cuatro mil personas asistieron a su conferencia, y en Princeton visitó a Albert Einstein, a la vez que mantenía correspondencia con Herman Hesse, Rainer María Rilke, Joseph Roth, Thomas Mann y Sigmund Freud, con el que forjó una profunda amistad desde que habían compartido el exilio en Londres. Con la creciente influencia del nazismo en Alemania y en Austria después de la anexión, tuvo dificultades para publicar sus libros en esos países. Paulatinamente desaparecieron de las librerías, y después también desaparecieron de las bibliotecas. Finalmente, serían quemados en las hogueras nazis.
Digresión 1:
Cada vez con mayor ansiedad, Stefan Zweig veía crecer la amenaza nazi y lo que eso representaba para Europa y la entera humanidad. El europeísta por antonomasia, que había dicho que “las fronteras y los pasaportes un día serán algo del pasado, aunque no creo que yo viva para verlo”, tuvo que recurrir a los visados para huir del infierno. En mayo de 1933, después del incendio del Reichstag, cuando los nazis desataron una ola de terror contra los judíos e incendiaron gran cantidad de libros escritos por judíos o por comunistas, los libros de Zweig estaban en esas bestiales hogueras. Refugiado en Londres, pudo todavía colaborar en la elaboración del libreto de la ópera que estaba componiendo el famoso músico alemán Richard Strauss, La mujer silenciosa. A pesar de las presiones del régimen, la obra se estrenó en 1934, y como Strauss se negó a borrar el nombre de Zweig del cartel que anunciaba el estreno, como le exigía la Gestapo, Adolf Hitler se negó a asistir al estreno y después de tres representaciones la obra fue prohibida.
Stefan Zweig empezó a temer que el totalitarismo fascista pudiera ganar la guerra y que sus ideales europeístas y pacifistas fueran una ilusión. En su huida permanente, su mirada se dirigió entonces hacia América. Visitó varias veces los Estados Unidos, pero la rigidez y la falta de empatía de ese país con su educación humanista y europea, lo llevaron luego a pensar que podría ser América del sur en donde podría retirarse a vivir. Se divorció de su esposa y se casó luego con la que era su secretaria, Lotte Altmann. Con ella viajó a la Argentina, que pensaba que sería el lugar ideal para refugiarse. Pero lo que vio en ese país fue una gran inestabilidad (recordemos que en 1930 los militares argentinos, de claras inclinaciones fascistas, habían derrocado al gobierno del presidente Yrigoyen, que había sido neutral durante la Primera Guerra, y sufrió luego una sucesión de gobiernos autoritarios). En 1942, cuando Zweig se suicidó, gobernaba un régimen conservador que sostenía la neutralidad en la guerra, cuando todos los países americanos había declarado formalmente la guerra al Eje, lo que lo llevaron a dirigir la mirada hacia Brasil.
Digresión 2:
Instalado en Brasil, eligió vivir fuera de la que entonces era la capital, Río de Janeiro, y se instaló en Petrópolis, a más de sesenta quilómetros. “Si el paraíso existe en algún lugar del planeta, ¡no podría estar muy lejos de aquí!”. Vivió allí hasta su muerte, en ese lugar tranquilo, donde fue apreciado y respetado. Sin embargo, no pudo sobreponerse al desarraigo.
Escribió Brasil país del futuro, publicado en 1941, en agradecimiento a la acogida que tuvo allí, aunque fue criticado porque para muchos significaba un apoyo al entonces gobernante del país, Getulio Vargas. Quizá sea importante señalar que Vargas quiso aprovechar la fama mundial de Zweig y le pidió que escribiera su biografía, a lo que Stefan se negó.
Pese a la tranquilidad en la que vivía, Zweig no dejaba de pensar que los alemanes podrían ganar la guerra y extenderla hacia América. Se reconocía judío aunque no tenía que ver con el sionismo u otros movimientos similares. Nunca aprobó la idea de crear un estado judío en Palestina. “Después de regar el mundo con nuestra sangre e ideas durante dos mil años, ahora no podemos limitarnos a ser una nacioncita en un rincón árabe”. La idea del suicidio no dejaba de rondar por su cabeza, como sucedía desde hacía tiempo. Finalmente, él y su mujer Lotte tomaron la decisión de hacerlo juntos, y se suicidaron el 22 de febrero de 1942, ingiriendo una cantidad de veneno (veronal o morfina, según las distintas versiones). Zweig tenía 61 años, Lotte tenía 33. Contra sus deseos, fueron sepultados en el cementerio de Petrópolis.
Digresión 3
Dejó cuatro cartas a sus amigos. Una con instrucciones para cuidar de su perro y también su testamento político. “Mis fuerzas están agotadas por los largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin, a tiempo y sin humillación, a una vida en la que el trabajo espiritual e intelectual ha sido fuente de gozo y la libertad personal mi posesión más preciada. ¡Saludo a mis amigos! Quizá ellos vivan para ver el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”.
El novelista y ensayista francés André Maurois, reconocido por su lucha antifascista, dijo: “Muchos hombres de bien en toda la Tierra, deberían meditar sobre la triste noticia de este doble suicidio, además de preguntarse por la responsabilidad y la vergüenza individual y colectiva de una sociedad capaz de alumbrar una civilización donde alguien como Stefan Zweig no ha podido vivir”.
La obra de Zweig se compone de ochenta volúmenes. Entre ellos, sus exitosas novelas como Carta de una desconocida, Noche fantástica, Ardiente secreto, Veinticuatro horas en la vida de una mujer y las biografías de María Antonieta, Joseph Fouché, María Estuardo, Fernando de Magallanes, Erasmo de Rotterdam, Lev Tolstói, Fiodor Dostoyevski y Charles Dickens, entre otras. Y también reflexiones, como los Momentos estelares de la humanidad y El mundo de ayer. Este último libro es ciertamente una autobiografía, pero no en el estilo clásico, no habla de sus amores y casi no se refiere a aspectos menores de su vida personal, sino que recrea la historia europea de finales del XIX y principios del XX desde el punto de vista de un apátrida desarraigado. Revela a un europeísta cabal, apasionado por la cultura tolerante y cosmopolita que vivió y amó hasta que el nacionalismo, “el peor enemigo de la paz y la democracia”, barrió con todo eso y abrió las puertas a la Primera Guerra Mundial.
Digresión 4:
En su excepcional biografía María Estuardo, Stefan Zweig exploró la dimensión trágica de la célebre reina católica de Escocia, educada en Francia como futura consorte del delfín Francisco, que murió apenas un año después de subir al trono. María se sintió siempre amenazada y perseguida por sus adversarios escoceses, por lo que se refugió en Inglaterra, donde gobernaba su prima, la anglicana Isabel I, que después de acusarla de conspirar contra ella no vaciló en decapitarla en 1586.
Magallanes, el hombre y su gesta: mientras que en España se glorifica a Sebastián Elcano como el primero en dar la vuelta al mundo, los portugueses prácticamente ignoran su figura para destacar en cambio el papel de Magallanes. Pero la verdad es que Magallanes no obtuvo el apoyo del rey de Portugal para su expedición, por lo que recurrió a Carlos V de Alemania y I de España, que no solo lo financió sino que también lo ennobleció. Fernando de Magallanes españolizó su apellido Magalhaës y partió con cinco naves, cuyos tripulantes nunca le sirvieron con lealtad. Muerto a lanzadas a manos de una tribu nativa en Filipinas, el momento fue aprovechado por Elcano, un advenedizo que se hizo con el mando de la única nave sobreviviente y culminó el viaje.
El relato corto (56 páginas) Mendel el de los libros, escrito en 1929, cuenta la historia de un librero de viejo judío que atiende a su culta clientela sentado siempre en la misma mesa de un café de Viena, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Mendel tenía una memoria enciclopédica (es, seguramente, un claro antecedente de Funes, el memorioso paisano de Borges) y es “el que lo sabe todo y consigue todo”. Atiende en la mesa del café porque por ser judío no le es permitido tener una librería. Después de treinta años de haber ejercido así el noble oficio de librero, había desaparecido. Se lo llevó la policía porque había enviado una carta a un librero de París, quejándose porque no había recibido los últimos números de un boletín bibliográfico. No se había enterado de que el país estaba en guerra y que estaba prohibido tener correspondencia con alguien de un país enemigo. Lo enviaron a un campo de concentración donde estuvo dos años, sin poder leer porque rompieron sus lentes, y solamente pudo volver a Viena cuando algunos de sus importantes clientes se preocuparon por él. Nada fue igual. “Mendel ya no era Mendel, como el mundo no era ya el mundo”. (Mendel el de los libros fue reeditado en castellano por la editorial Acantilado, Barcelona, en 2009).
Como curiosidad, destaco que Veinticuatro horas en la vida de una mujer fue una película argentina de 1944, dirigida por Carlos Borcosque, adaptación libre de la novela homónima de Stefan Zweig. La protagonista era Amelia Bence.